Un hombre estadounidense estuvo en cama durante once años con una enfermedad que parecía no tener cura. Ante esta adversidad, decidió investigar y logró inventar él mismo la cirugía que lo sanó. “Si no cura hay para lo que tengo, voy a hacer una”, decidió. El mal que padeció lo tuvo también su madre; su tía y 32 personas en todo el mundo. Su historia, además de conmover, asombra a profesionales de la medicina.
En 1999, Doug Lindsay tenía 21 años y comenzaba su último año en la Universidad Rockhurst cuando comenzó a sentir un malestar que le provocó un desmayo. Luego se agregaron otros síntomas intensos e intratables: su corazón estaba acelerado, se sentía débil y con frecuencia se mareaba. Además, podía caminar solo unos 50 metros a la vez y no podía permanecer de pie por un tiempo prolongado. Así, pasó los 11 años siguientes de su vida postrado en la cama de un hospital afectado por la dolencia, la cual los profesionales que lo atendieron no podían distinguir. Por esto, el hombre estableció un propósito: conseguir él mismo la solución a su problema.
Su historia, difícil desde el nacimiento. Cuando Lindsay tenía cuatro años, su madre —que ya no caminaba— se levantó casi milagrosamente para evitar que se ahogara hasta morir. Por eso, el hombre conoció esa incertidumbre de estar entre la vida y la muerte desde muy pequeño.
«Mi madre era demasiado frágil. Vivió durante décadas, en su mayoría posada en cama. Después de años de pruebas, se determinó que su condición estaba relacionada con su tiroides, pero estaba demasiado enferma como para viajar a la Clínica Mayo para recibir atención más especializada», recordó en una entrevista con la cadena CNN.
De esta manera, el hombre —que hoy tiene 41 años— creció y vio languidecer a su familia debido a un misterioso mal. Además de su madre, su tía estaba tan débil por la enfermedad que apenas tenía fuerzas para atarse los zapatos. Por ello, se preguntó si su cuerpo también era una bomba de tiempo. En 1999, la alarma se disparó. “Cuando llamé a mi mamá esa noche para decirle que tenía que abandonar la universidad, ambos lo sabíamos”, aseguró. Desde ese momento, pasaba en cama 22 horas al día. “Si estaba despierto, era porque estaba comiendo o yendo al baño», contó.
Ante este panorama desalentador y lejos de sumirse en la depresión, decidió investigar lo que le ocurría con la esperanza de poder encontrar una solución. Por ello, consultó a especialistas de endocrinología; neurología; medicina interna y otras especialidades. Sin embargo, no podía avanzar mucho y se dio cuenta de que si quería encontrar una cura, tenía que crearla.
Las primeras respuestas. En un viejo libro 2200 páginas que encontró junto a un basurero de la universidad, descubrió la primera pista de su enfermedad cuando halló párrafos que hablaban de trastornos suprarrenales que podrían reflejar trastornos de la tiroides. Entonces, se concentró en sus glándulas suprarrenales y llegó a plantear la hipótesis de que podría haber toda una clase de trastornos del sistema nervioso autónomo distintos de los ya conocidos por los endocrinólogos o los neurólogos.
Sumado a lo del libro, en la página web de la National Dysautonomic Research Foundation, se topó con expertos se dedicaron a estudiar trastornos similares al que él y su familia padecían. Si bien ninguna de las que allí se estudiaban coincidían del todo con sus síntomas, Lindsay consiguió que un científico trabajara con él.
Aprobaron un nuevo tratamiento para enfermedad genética rara y mortal
Su teoría. El hombre sospechó que su cuerpo producía demasiada adrenalina y decidió tomar Levophed, una inyección de norepinefrina, que contrarresta los síntomas creados por la excitación. Así, logró persuadir al doctor Cecil Coghlan para que reutilizara el medicamento y pudiera recibirlo las 24 horas del día, los siete días de la semana durante seis años. De este modo pudo estabilizar su salud y permanecer de pie por un tiempo. Fue un nuevo comienzo.
Un examen en 2006 mostró que sus glándulas suprarrenales “brillaban intensamente”, algo anormal pero consistente con su nueva teoría sobre la enfermedad que había heredado. Lindsay, su madre y su tía sufrían de hiperplasia medular suprarrenal bilateral, lo que significa que sus glándulas suprarrenales estaban agrandadas y actuaban como tumores y producían demasiada adrenalina, algo que en todo el mundo sólo se reportó en 32 personas.
El camino a la cura. Ya con el diagnóstico preciso, dedujo que la cura se podía dar si se cortaba parte de sus glándulas suprarrenales, algo como abrir un huevo cocido y quitar la yema. Si lo hacía, su salud mejoraría. A pesar de todo el esfuerzo, tuvo que persuadir a un cirujano para que realizara una cirugía nunca antes vista. Los riesgos eran muchos: si todo salía mal y Lindsay moría, el médico que le practicara la cirugía —que antes solo se había realizado en perros y gatos— perdería su carrera. Por esto, finalmente llegó a una conclusión audaz. “Si no hay una cirugía”, decidió, “voy a hacer una”.
En septiembre de 2010, acudió al hospital universitario donde el médico extrajo con éxito una de sus médulas suprarrenales. Tres semanas después de esa cirugía, logró pararse tres horas y para la la víspera de Navidad, logró caminar a la Iglesia cercana a su casa.
Para 2012 se sometió a una segunda intervención en la Universidad de Washington, con el fin de extirpar la médula espinal de la otra glándula suprarrenal. Un año más tarde, pudo viajar a las Bahamas y conocer el mar.
Lindsay hoy tiene 41 años, todavía toma nueve medicamentos diariamente y no está en perfecto estado de salud, pero puede caminar y ayudar a otros como él. “No se puede recuperar el pasado, pero puedo viajar y dar discursos y dar paseos. Y puedo tratar de cambiar el mundo”, concluyó.
John Novack, portavoz de Inspire, una red social de atención médica para pacientes con enfermedades raras y crónicas aseguró que el hombre «hizo algo extraordinario». En la actualidad, Lindsay realiza charlas para contar su historia. Incluso participó en un evento de TEDx en San Luis, Misuri.
F.D.S./F.F.