Cuando Boris Yeltsin lo nombró primer ministro en agosto de 1999, era el quinto jefe de gobierno que aquel presidente nombraba en un año y medio. Reemplazaba a Serguei Stepashin, quien no llegó ni a tres meses en el cargo.
Pero Vladimir Putin no sólo duró en el gobierno, sino que se adueñó totalmente del poder y, en la era que inició, ganó guerras, sacó la economía de su estado famélico y puso a Rusia en el centro del escenario internacional. Veinte años después, puede afirmar que le puso un presidente a los Estados Unidos y que, mediante ese presidente y otros mandatarios que también son funcionales a sus designios, resquebrajó la Unión Europea y debilitó la OTAN impidiendo que obstruyeran el expansionismo ruso en el Mar Negro.
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Además, influyó para que los británicos se extraviaran en el laberinto del Brexit y consiguió que el poder en Italia quedara en manos de un admirador suyo: el ultraderechista Matteo Salvini.
Falta ver si las masivas protestas actuales contra su despotismo logran que en el 2024, al concluir su actual y último mandato, quede definitivamente afuera del poder, o si se sale nuevamente con la suya mediante un enroque como el que hizo en el 2008 con Dmitri Medvediev o, directamente, cambia las reglas para quedarse en la presidencia.
Hace dos décadas, nadie hubiera imaginado que aquel espía hermético y taciturno tendría distinta suerte que sus antecesores. Ni Chernomirdin ni Kirienko ni Primakov ni Stepashin habían podido estabilizar la política y lograr que el gobierno de Yeltsin hiciera avanzar a Rusia en alguna dirección. Pero a esa altura, para aquel presidente con problemas cardíacos y alcohólicos, la prioridad era salir del Kremlin sin pasar derecho al banquillo de los acusados por corrupción. Precisamente para que le cubra las espaldas en la retirada, eligió al ex agente del KGB que venía de San Petersburgo. Putin cumplió.
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Ni Yeltsin ni su hija fueron molestados por fiscales y jueces. Tampoco los “oligarcas” que habían amasado fortunas a la sombra del poder. Incluso siguieron acumulando riquezas cuando Putin se convirtió en presidente. Pero en su segundo mandato, mientras aceleraba la concentración de poder por sobre las instituciones, les dejaba en claro que podrían mantener o acrecentar sus indecentes fortunas sólo si colaboraban con él. Por el contrario, conspirar equivaldría a firmar una sentencia que pondría fin a sus riquezas y, posiblemente, a sus vidas.
Emulaba la construcción de poder de Iván IV Vasilievich. Con “Iván el Terrible”, el territorio ruso comenzó a crecer anexando los kanatos de Kazán y Astracán, mientras los secuaces del zar asesinaban de manera despiadada a los boyardos (miembros de la nobleza) que lo desafiaban.
Bajo el poder de Putin murieron oligarcas y disidentes que lo enfrentaron desde la prensa, desde los tribunales o en el escenario político. Por eso 20 años después de haber llegado al poder que en poco tiempo conquistó por completo, manifestaciones gigantescas ocupan las calles de Moscú y otras ciudades para reclamar una democracia plena.
Cincuenta mil manifestantes protestando contra un presidente es algo nunca visto en la capital de Rusia. Ocurrió justo el día que Putin cumplía dos décadas imperando sobre el gigante euroasiático. Por investigar la corrupción que se orquesta desde el Kremlin, Alexei Navalni está en la cárcel, mientras decenas de disidentes corrieron igual suerte por haber intentado candidatearse en distintas elecciones. Y hubo muchos a los que les fue peor, porque murieron en misteriosos crímenes que quedaron impunes. Por eso las últimas manifestaciones reclamaron “elecciones libres”.
Pero a esta altura, aunque exhibiendo grietas, el liderazgo de Putin parece todavía una fortaleza inexpugnable. Quizá Rusia no habría retornado a la autocracia, si las protestas masivas hubieran comenzado cuando fue asesinada Ana Politkovskaya, la periodista que denunció los crímenes de guerra cometidos por el ejército ruso en la ofensiva con que Putin aplastó al separatismo checheno. O cuando empezaron los envenenamientos de disidentes.
Por entonces, una mayoría abrumadora estaba deslumbrada con el liderazgo que le devolvió a Rusia la autoestima nacionalista que había comenzado a perder con la debacle soviética en Afganistán, debilitándose más con la derrota del ejército ruso comandado por el general Leved contra los milicianos caucásicos del general Dudayev.
A esos fracasos en campos de batalla se sumaban los efectos del colapso económico y patéticas pruebas de que la opulencia soviética era un camuflaje de la decadencia, como el incendio de la torre de Ostankino, símbolo moscovita de una modernidad que estaba carcomida por dentro.
Entre los últimos golpes contra el estado de ánimo ruso estuvieron los atentados de setiembre de 1999, dejando un centenar de muertos en Moscú y Volgodonsk. Allí comenzó la contraofensiva de Putin contra los islamistas centroasiáticos, sometiendo Chechenia con una guerra de tierra arrasada y respondiendo a terroristas como Shamil Vasayev con golpes demoledores.
La recuperación a sangre y fuego del Teatro Dubrovska en el centro de Moscú y de una escuela de Beslán, en Osetia, son dos ejemplos de su eficaz pero brutal modus operandi contra el terrorismo.
Con la misma frialdad con que dejó morir 117 submarinistas en el Mar de Barents, porque aceptar ayuda internacional para rescatarlos requería entregar secretos del submarino Kursk, ordenó la guerra con que arrebató territorio abjasio a Georgia y, más tarde, la acción político-militar con que le quitó la Península de Crimea a Ucrania.
Pero Putin fue más lejos del “heartland” ruso que describe la geopolítica. Además de actuar siguiendo los lineamientos de teóricos del euroasianismo como Aleksandr Duguin, envió el ejército a Medio Oriente, donde su notable triunfo fue salvar al régimen de Bashar al Asad.
Con los norteamericanos profundamente divididos por Trump y con las viejas alianzas noroccidentales en estado catatónico, la Rusia del zar Vladimir Vladimirovich pudo incluso estirar su brazo y llegar hasta el Caribe, como en la era soviética.
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