«Salten ustedes primero”. Esas fueron las últimas palabras de Sebastián Piñera antes de encontrar la muerte en la profundidad de un lago. En las mismas horas, Javier Milei emitía las primeras palabras tras la muerte de su Ley Ómnibus: los nombres y apellidos de quienes puso en una lista de negra bajo el rótulo de “traidores”.
El día en que el Presidente argentino perdía la primera pulseada legislativa, el ex presidente chileno perdía la vida con un gesto heroico: descender el helicóptero a baja altura, intentar suspenderlo en el aire sin acuatizar para que sus acompañantes pudieran saltar, y permanecer en la nave para que no les caiga encima.
Los tres acompañantes pudieron salvar sus vidas gracias a que él maniobró para que puedan saltar.
Porque ese acto final no se contradice con su vida política. Es que la prensa y la dirigencia chilena, incluido el presidente Gabriel Boric, lo resaltaron como un líder que hizo aportes valiosos a la democracia y mantuvo una relación constructiva con sus adversarios, tanto siendo oposición como siendo presidente.
Sebastián Piñera no estuvo en la vereda por donde desfilan conservadores exacerbados como Fujimori, Trump, Bolsonaro, el ultraderechista chileno José Antonio Kast y el ultra-conservadurismo libertario que gobierna la Argentina, de momento chocando contra la cultura democrática como las moscas contra el vidrio de las ventanas.
El líder peruano cerró el Congreso en 1992 porque obstruía su plan extremista en lo militar y en lo económico, mientras que Trump y Bolsonaro intentaron sin éxito clausurar los poderes legislativos de sus países.
Los errores de Piñera no alcanzaron para impedir que fuera valorado como lo que fue: un demócrata. No un ultraconservador ideologizado y encuadrado en la lógica schmittiana “amigo-enemigo” que abrazó el fascismo del siglo 20 y que Laclau recicló para los populismos izquierdistas modelo siglo 21, sino un centroderechista que, durante su liderazgo, moderó la “pinochetiana” derecha chilena.
La reacción de Boric mostró calidad humana y cultura democrática. Así como no hay sectarismo en el actual presidente chileno, que no actúa como izquierdista ni populista, sino como equilibrado centroizquierdista, tampoco lo hubo en el ex mandatario que recreó la centroderecha que hasta la dictadura de Pinochet habían expresado los democristanos.
Con las primeras palabras post mortem de su ley, Milei se mostraba en las antípodas del líder fallecido en Chile. La reacción tras su fracaso en el Congreso volvió a exhibir una ira contraria al espíritu democrático desde los confines de la intolerancia que también merodeó el kirchnerismo. Sus legisladores habían mostrado una impericia pavorosa maniobrando una ley desmesurada, con más artículos controversiales que artículos razonables y necesarios para liberar la economía del peso de un estatismo sofocante.
Pero en lugar de autocrítica y corrección, lo que hizo Milei desde un inoportuno viaje al exterior, fue una lista negra de “traidores”, reacción acorde a las metrallas de insultos que disparaba sobre sus ocasionales contertulios en la televisión. También fue inquietante que echara a un funcionario de gran capacidad y trayectoria como el cordobés schiarettista Osvaldo Giordano, junto a otros cordobeses que identificó, erróneamente, con el actual gobernador mediterráneo.
En la Cuba castrista, a los médicos y las estrellas deportivas que salían al exterior, se les hacía saber que en la isla quedaban sus familiares y que sufrirían consecuencias si desertaban o criticaban al régimen. Salvando distancias, a esa abyección totalitaria se pareció echar al titular de Anses por el voto de su esposa, la también valorada Alejandra Torres, sobre la Ley Ómnibus en el Congreso.
A renglón seguido de la lista negra y la “ejecución” administrativa de funcionarios tratados como rehenes, Milei dio otro paso inquietante: comunicó al primer ministro israelí su decisión de llevar la embajada argentina de Tel Aviv a Jerusalén. Una posición personal a contramano del consenso mundial en favor de la “solución de dos estados”, que rechazan tanto Benjamín Netanyahu como la organización terrorista Hamás.
Milei alteró una política de Estado (la neutralidad en toda cuestión relacionada a la resolución de Naciones Unidas en 1947) que debe resolverse en una negociación entre israelíes y palestinos; lo que es un regalo al controversial Netanyahu, por lo tanto un acto contrario a la “solución de dos estados” que respalda el mundo.
En la discusión sobre Jerusalén hay puntos relevantes como la Declaración Balfour, de 1917, por la que Londres hizo el primer pedido a favor de un Estado judío en Palestina. Instancias cruciales, como la Resolución de ONU en 1947, estableciendo la división del territorio para que coexistan dos estados y que Jerusalén quede bajo control internacional. Además de problemas posteriores como el rechazo árabe de esa resolución, impidiendo nacer al Estado palestino y, fundamentalmente, la anexión que aplicó en 1980 el gobierno israelí que encabezaba Menajem Beguin.
Pero la decisión de Milei no debe ser analizada desde la significación histórica, sino desde la significación actual de la cuestión. Y hoy, trasladar la embajada implica respaldar a Netanyahu en su intento de hundir la “solución de los dos estados”. Por eso Milei se mostró muy lejos del líder centroderechista al que Chile despidió como lo que fue: un estadista que enriqueció la democracia.
En 1988, cuando Pinochet plebiscitó su régimen, no fueron muchos los empresarios notables que se pronunciaron contra la dictadura. Los pocos que no apoyaban al dictador temían que desafiarlo fuese peligroso para sus empresas. Pero Piñera se pronunció públicamente contra el régimen y por la democratización.
Aunque derrapó mal al estallar las protestas del 2019 por razones que entonces no supo entender fue un demócrata. Un opositor que no obstruyó a los gobiernos centroizquierdistas, y un presidente que no radicalizó su gestión. O sea, pavimentó el camino de una centroderecha que en Chile dinamitó Kast y por el que no parece dispuesto a transitar Milei.