Con las cruces que se yerguen triunfales sobre ellas, las cúpulas acebolladas de San Basilio en la Plaza Roja, y de la catedral de la Dormición dentro de la ciudadela del Kremlin, hablan de la antigua y eterna guerra entre el cristianismo eslavo y el Islam.
Ivan IV Vasilievich, coronado bajo las doradas cúpulas de La Dormición, inició la expansión del Gran Ducado de Moscovia conquistando los kanatos de Kazán y Astrakán. Las guerras entre cosacos y tártaros continuaron. Pedro I y Catalina II acumularon victorias y territorios. Y en la era soviética hubo deportaciones en masa para reducir la gravitación del Islam en el Cáucaso. Por eso al comenzar la era pos-soviética, los musulmanes quisieron separarse de Rusia, siendo finalmente aplastados en Chechenia, Ingushetia y Daguestán.
¿Por qué el Estado Islámico Irak-Levante (ISIS) atacaría a Rusia masacrando casi centenar y medio de “cristianos” en un teatro? Porque para salvar al régimen de Bashar al Asad, el ejército ruso combatió en Siria al califato que encabezó Abu Bakr al Bagdadí. También porque mercenarios rusos pagados por el Kremlin enfrentan en países del Sahel a los brazos africanos de ISIS. Mostrando una vez más su naturaleza genocida, ISIS-K (el brazo afgano) se adjudicó el atentado y probó su autoría publicando fotos de sus jihadistas y filmaciones de la brutal masacre.
ISIS-K es tan demencialmente criminal que hasta los talibanes afganos se escandalizan con sus crímenes y los combaten en Afganistán. La K es de Khorasán, que en farsi significa “donde nace el sol” porque es la región del oriente del Imperio Persa, ocupando el este de lo que hoy es Irán y porciones de las actuales Afganistán, Tadyikistán y Turkmenistán.
La masacre del 23-M muestra el sanguinario lunatismo de ISIS-K. Y lo que intentó Putin desde que dejaron de retumbar los disparos de Kalashnikov en el Crocus City Hall mostró la abyección del presidente ruso. La masacre de Krasnogorsk no fue el mayor acto criminal de ISIS-K. En agosto del 2021, jihadistas suicidas de esa demencial organización ultra-islámica se detonaron entre la multitud de afganos que intentaban entrar al aeropuerto de Kabul para huir de los talibanes. Fueron 170 los civiles muertos, además de trece militares norteamericanos.
Esta metástasis recargada de ISIS mantiene contactos con ultra-islamistas caucásicos que odian a Putin por la guerra de tierra arrasada que destruyó Grozny y aplastó el independentismo musulmán checheno. “El Emirato Islámico condena de manera contundente los ataques que tienen como blanco a civiles” en el aeropuerto de Kabul. Lo dijo Zabihullah Mujahid, el vocero del régimen lunático que en aquel momento llegaba a Kabul mientras se retiraban las tropas estadounidenses. Que los talibanes parezcan hippies posmodernos en comparación con el fanatismo oscurantista y criminal de ISIS-K, muestra el récord de locura sanguinaria que ostentan esos jihadistas.
ISIS-K asumió el atentado que tiene todas las señales del terrorismo ultra-islámico. También mostró fotos de los atacantes y exhibió videos de la masacre. Pero el presidente ruso siguió apuntando su dedo acusador hacia Ucrania.
El terrorismo ultra-islámico de Rusia tiene entre sus brutales antecedentes la toma de una escuela en Beslán, que desembocó en una masacre en esa ciudad de Osetia del Norte. Cerca de 40 civiles murieron por las bombas que hizo estallar en el aeropuerto de Domodedovo. También causó masacres en el metro y en el mayor mercado de Moscú, libró una batalla dentro de un hospital de Budionovsk y causó una masacre en el teatro moscovita Dubrovka una noche de danza clásica.
Sin embargo, desafiando el sentido común, Putin siguió vinculando a Ucrania con lo ocurrido en Krasnogorsk. Según el presidente ruso, los supuestos terroristas que exhibió a la prensa fueron atrapados cuando intentaban escapar a Ucrania. Suena absurdo. Que terroristas que acaban de cometer un crimen en masa contra Rusia intenten salir de ese país por la frontera con Ucrania, es ridículo porque desde que comenzó la guerra esa es, obviamente, la frontera rusa más vigilada. Para entrar a Ucrania tienen que salir de Rusia por su confín más blindado. Eso es imposible y cualquier terrorista profesional, como los que masacraron cristianos en las afueras de Moscú, lo sabe.
Por qué creerle a Putin cuando muestra tadyicos magullados y temblorosos, confesando que les pagaron en rublos para cometer el aniquilamiento. Los yihadistas normalmente se inmolan en sus ataques o mueren luchando contra quienes intentan capturarlos. No hay razón para creer que los exhibidos fueron los autores de la masacre, del mismo modo que no hay razones para creer que Navalny murió de “muerte súbita” en la cárcel de Ártico, ni que el avión de Prigozhin se precipitó a tierra por una falla mecánica, ni que a Boris Nemtsov lo mató una mafia justo cuando se dirigía a denunciar que el ejército ruso estaba infiltrándose en el Donbas desde al menos el 2014.
Es lógico sospechar que Ucrania estuvo detrás del asesinato de Vladlen Tatarski, bloguero militar que difundía propaganda pro-rusa y anti-ucraniana y fue acribillado en un café de San Petersburgo. También pudo estar detrás de la bomba que mató a Daria Duguina, la hija de Alexander Duguin, ideólogo ultranacionalista cuyas teorías históricas y geopolíticas influyen sobre el Kremlin.
Pero su intento de vincular a Ucrania con un atentado asumido por el ultra-islamismo, es aún más absurdo y criminal que la mentira de las armas de destrucción masiva con que George W. Bush, Donald Rumsfeld y Dick Cheney “justificaron” la catastrófica invasión a Irak.
El líder ruso quiere pescar en un río de sangre para justificar bombardeos de saturación que causen un exterminio masivo de ucranianos. Y la estratagema que ensaya impone recordar la sospecha de que, en realidad, fueron agentes rusos los que en 1999 volaron dos edificios residenciales de Moscú causando casi trescientas muertes. Actos terroristas que no fueron reivindicados por ningún grupo y con los que Putin justificó su guerra de tierra arrasada contra el separatismo musulmán caucásico.