“Fue más que un crimen, fue un error”, dijo Joseph Fouché sobre la orden de Napoleón de capturar al duque de Enghien en territorio neutral y fusilarlo. La evocación de la frase con que aquel oscuro personaje de la Revolución Francesa mostró su fría lógica, puede parafrasearse en relación a la operación militar que lanzó Benjamín Netanyahu sobre la Franja de Gaza.
Aunque sea la consecuencia del sanguinario pogromo del 7 de octubre, la estadística de muertes civiles y destrucción en Gaza evidencia, objetivamente, un crimen. Y además es posible que se trate de un error, porque tapó con sangre de civiles gazatíes las masacres, violaciones y secuestros masivos de judíos que perpetró Hamás en las aldeas agrícolas de producción cooperativa. A eso se suma la funcionalidad de la operación militar con la estrategia de Hamas para estigmatizar a Israel y a los judíos, usando a los palestinos de la Franja como carne de cañón para ganar las batallas que plantea en la dimensión de la opinión pública mundial.
El error de Netanyahu puede ser más grave que el error de Hamás al no haber calculado que la represalia por el pogromo que, como en sus anteriores ataques, buscó que los israelíes masacren gazatíes, se planteara como objetivo la destrucción total de esa organización ultra-islamista, acorralando a sus líderes y últimos batallones contra la frontera con Egipto. Pero el crimen que implica la operación israelí no es más grave que el crimen de Hamás contra el pueblo sobre el que impera, cuya tragedia y desolación usa como arma de estigmatización de Israel y los judíos.
“Quien se solidarice con nuestros muertos pero no con nuestros misiles, es un hipócrita”. Entre las pintadas en los claustros de la Universidad de Columbia, esa es la más reveladora.
No parece escrita por estudiantes solidarios con las víctimas de los bombardeos israelíes, sino por la dirigencia de Hamás. La consigna llama “nuestros” a los misiles de los yihadistas. Y no se refiere sólo a los proyectiles Katiusha que Hamás recibe desde el Líbano, los rudimentarios Qassam de fabricación gazatí y la nueva camada de cohetes iraníes, más sofisticados y potentes, sino a todos los ataques que realiza, incluido el pogromo de octubre.
La consigna miente. Es posible solidarizarse con las víctimas de Gaza, sin apoyar los ataques a blancos civiles israelíes. Es necesario rechazar y repudiar la segunda solidaridad reclamada en el grafiti. No hacerlo es avalar ataques como el que masacró civiles y perpetró violaciones en kibutzim y moshavim israelíes, secuestrando cientos de judíos para encerrarlos en los túneles de Gaza.
También es posible y necesario denunciar el criminal pogromo de octubre y, al mismo tiempo, denunciar y reclamar que se detengan los bombardeos que están matando a miles de civiles gazatíes, de los que un porcentaje altísimo son niños.
El gobierno expansionista y fundamentalista de Israel también plantea algo inaceptable. Sin decirlo expresamente, califica de hipócrita y antisemita cuestionar la guerra en Gaza y declarar solidaridad con los civiles judíos masacrados en las aldeas agrícolas de producción cooperativa.
No hay que ser antisemita para repudiar el pogromo sanguinario de octubre y también denunciar la tragedia que causan los bombardeos israelíes, reclamando que se detengan y que se permita el ingreso de alimentos y medicamentos al territorio arrasado.
El antisemitismo es un retorcimiento demasiado abyecto como para dejar que lo banalicen un gobernante acusado de corrupción y sus aliados ultra-religiosos por usarlo en beneficio propio.
Estados árabes y también estados musulmanes centroasiáticos castigan con masacres las disidencias internas. Lo hizo la monarquía hachemita de Jordania en 1970, aniquilando 10 mil palestinos en los campos de refugiados cercanos a Ammán. Saddam Hussein masacró kurdos iraquíes con armas químicas y, con artillería, a los chiitas del sur. Lo mismo han hecho varios regímenes musulmanes de Asia Central. En Oriente Medio, la última muestra está en Siria, donde Bashar al Asad superó el nivel de exterminio alcanzado su sanguinario padre, Hafez al Asad, matando en 1982 a veinte mil civiles en la ciudad de Hama.
La diferencia es que aquellas rebeliones no ponían en peligro la existencia de Siria, si no la del régimen de la minoría alauita. En ningún país hay rebeliones y levantamientos armados con el objetivo de extinguirlo. En cambio Irán, Hamás, Hezbolá y los regímenes que los financian tienen como meta la desaparición de Israel.
Pero esa realidad no anula la criminalidad a la devastación causada por los bombardeos israelíes. Que mueran decenas de miles de civiles entre los cuales hay tantos miles de niños constituye, objetivamente, un crimen del cual no sólo es culpable el gobierno israelí por ordenar los bombardeos, sino también, incluso de peor manera, la organización que impera sobre Gaza, ya que el objetivo estratégico de sus ataques a Israel es, precisamente, que las respuestas israelíes arrasen vidas y hogares para que el mundo aborrezca al Estado israelí y a los judíos.
Por eso el pueblo gazatí siempre está a la intemperie, sin refugios ni escudos antiaéreos mientras Hamás se resguarda en sus túneles infinitos.
Esa es la encrucijada que plantea esta guerra. Ningún Estado al que países y organizaciones enemigas le desconocen derecho a existir y procuran destruirlo, dejaría sin respuesta un ataque como el del pasado octubre. Eso lo mostraría vulnerable y alentaría más ataques.
Pero que se puedan discutir las razones, no implica que no sea un crimen. Y es probable que, además de un crimen, sea un error. Aunque eso no hace menos criminal a Hamás y al antisemitismo que insufla la guerra en Gaza.
Como el sionismo es el nacionalismo judío que impulsó la creación y defiende la existencia de Israel, proclamarse anti-sionista como están haciendo los estudiantes norteamericanos en sus protestas, implica promover la desaparición de Israel. Y eso es antisemita.