Un candidato que no debería haber podido postularse. Una candidata que sí podía pero no pudo inscribirse. Un favorito en las encuestas inhabilitado para participar de la elección presidencial de este fin de semana. El primer semestre de América Latina da cuenta de elecciones presidenciales con marcadas irregularidades que repercuten en la calidad democrática de la región. ¿Qué está pasando? ¿Por qué la ilegalidad se convierte en un mecanismo para llegar o permanecer en el poder?
Durante los primeros siete meses del año habremos atravesado cuatro elecciones presidenciales en América Latina: los comicios de El Salvador, en febrero pasado y que dieron como ganador a Nayib Bukele, las de este domingo en Panamá y las de México y Venezuela en junio y julio respectivamente. Salvo en el caso mexicano, las otras tres tienen un denominador común: el avasallamiento de las normas electorales o el aprovechamiento de lagunas del derecho para torcer los resultados de los comicios, en detrimento de la calidad institucional.
El ejemplo más elocuente es la elección de este domingo en Panamá, que se ve atravesada por distintas polémicas judiciales que involucran a los candidatos del partido con mayor intención de voto. En este punto, Ricardo Martinelli, expresidente panameño entre 2009 y 2014, buscó postularse a un segundo mandato presidencial a pesar de tener, desde julio del año pasado, una condena por blanqueo de capitales con una pena de prisión de más de diez años. En primer lugar, Martinelli nunca podría haberse postulado nuevamente ya que las normas electorales panameñas prohíben la candidatura de personas con condena por delito doloso, con pena de más cinco años y ejecutoriada. Sin embargo, Martinelli se presentó igual, a la espera de que la Corte decidiera su destino. Hace poco más de dos meses su condena, y su inhabilitación para presentarse como candidato a presidente, fue confirmada por el Tribunal Supremo de Justicia. Frente a este problema, y en vistas de que era la figura con mayor intención de voto, el exmandatario encontró un vacío legal y postuló como candidato a presidente a su compañero de fórmula, José Raúl Mulino. Sin embargo, Mulino nunca atravesó una primaria presidencial como sí lo hicieron todos sus competidores, sino que fue elegido por Martinelli para representar a su partido, lo que lo llevó a una denuncia ante la Justicia para que impugnaran también su candidatura. Durante semanas Mulino fue candidato sin saber si podía serlo y recién 48 horas antes de la elección la Corte confirmó su habilitación como posible presidenciable. Por eso cabe preguntarnos, ¿qué hubiese pasado si la Corte no se expedía a tiempo, Mulino ganaba los comicios de este fin de semana y posteriormente la Justicia lo inhabilita por no haber sido electo a través de una primaria?
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Sin embargo, el caso panameño no es algo aislado, sino que la elección de presidentes a través de artilugios legales engañosos se volvió algo más común de lo institucionalmente recomendable, tal como sucedió en febrero pasado en El Salvador.
La constitución salvadoreña es clara y lo dice expresamente en seis artículos: Ningún presidente que haya estado en ejercicio en los seis meses inmediatamente anteriores a la fecha de toma de posesión puede ser reelecto en el cargo. Bajo esta premisa, Nayib Bukele, el presidente con mayor imagen positiva de la región y a quien varios denominan “El dictador cool”, no podría haber buscado su reelección. Sin embargo, el actual jefe de Estado de El Salvador hace años que se viene preparando para eludir las normativas y obtener su segundo mandato consecutivo. Después de que su partido, Nuevas Ideas, obtuvo la mayoría absoluta de diputados en la Asamblea Legislativa, Bukele pudo gobernar bajo un régimen de excepción y además logró legalmente reemplazar a los miembros del Tribunal Constitucional que fueron los que, posteriormente, dieron el visto bueno a la Justicia Electoral para habilitar al presidente a postularse a un nuevo mandato, a pesar de la prohibición expresa de la Constitución de El Salvador. Y si la destitución de los jueces del Tribunal Constitucional y su sustitución por miembros afines a Bukele no fuese suficiente, el actual mandatario encontró otra laguna de la ley que le permitió saltearse la carta magna y buscar su reelección. Como la Constitución determina que nadie puede obtener un nuevo mandato si estuvo en el poder durante los seis meses anteriores, Nayib Bukele decidió renunciar al cargo durante este período y postularse nuevamente a la presidencia, vulnerando el espíritu de alternancia de la Constitución. Incluso, esta semana el Poder Legislativo salvadoreño aprobó una normativa que pavimenta el camino hacia una reforma constitucional que le permitiría al presidente postularse de forma indefinida sin ningún tipo de frenos y contrapesos.
Este tipo de mecanismos no son fortuitos. Bajo el argumento de la necesidad de controlar a las pandillas salvadoreñas que durante décadas atemorizaron a la población a través de un régimen de excepción que ya data dos años, hoy El Salvador es clasificado por The Economist como un régimen híbrido con concentración absoluta del poder, sin garantías judiciales, sin separación de poderes ni controles típicos de una república democrática plena.
Pero las prácticas normativas engañosas no se circunscriben a candidatos que por sí mismos buscan acceder al poder a cualquier costo, sino también involucran mecanismos que tienen como objetivo bloquear, a través de farsas electorales, a posibles opositores que pueden poner en jaque el statu quo. En este punto encontramos uno de los casos más importantes de erosión democrática en la región, Venezuela.
Tras los Acuerdos de Barbados entre Nicolás Maduro y la oposición, bajo la atenta vigilancia de Estados Unidos, el presidente venezolano se comprometió a convocar a elecciones libres y justas en las que, además, todos los partidos pudieran participar. Sin embargo, con el paso de los meses, esa idea parece desvanecerse cada vez más. Después de que la oposición organizara comicios internos transparentes y democráticos que dieron como ganadora a María Corina Machado por más del 90% de los votos, Maduro puso en marcha toda la maquinaria estatal con el fin de impedir que Machado pudiera ser candidata. En febrero pasado se confirmó la inhabilitación de la candidata por supuestos hechos de corrupción que ocurrieron durante el gobierno interino de Juan Guaidó. Sin embargo, lo que la Justicia venezolana nunca aclaró es por qué se la acusa a María Corina dado que ella nunca formó parte del gobierno de Guaidó. Frente a esto, y en vistas de que finalizaba el plazo para presentar candidatos, Machado y su coalición presentaron como candidata a Corina Yoris, una académica que no podía tener inhabilitaciones ni denuncias dado que jamás había ocupado un cargo público. Sin embargo, y según dijeron por “casualidades de la tecnología”, el sistema para inscribir candidatos falló, Yoris no pudo postularse y la coalición opositora tuvo que optar por otro candidato que no estaba en los planes, mientras Nicolás Maduro continúa firme en su carrera presidencial bajo mecanismos pocos claros y pocos transparentes.
Todos estos casos tienen en común la utilización de la Justicia como brazo del Ejecutivo que, lejos de controlar al poder, por el contrario, legaliza todo lo que el mandatario necesita para seguir en el cargo. En base a esto nos surgen algunas preguntas. Si la Justicia debería resguardar la Constitución pero no lo hace, ¿cómo y cuándo se puede regularizar estos gobiernos?¿La alternancia y las normas de la democracia pasan a depender del interés de cada líder? ¿Cómo podrá fortalecer su calidad democrática América Latina cuando estos manejos se hacen cada vez más frecuentes? El tiempo lo dirá.
*Licenciado en Relaciones Internacionales (UCA) – Co-host del podcast “El cafecito latinoamericano” en Spotify. // Licenciada en Ciencias Políticas (UCA) – Investigadora del Centro de Estudios Internacionales (CEI-UCA).